Deprimartes parquizado:
Small Faces fue una legendaria banda inglesa de mediados de
la década del ’60 liderada por Steve Marriott. En los primeros años de esa
década dorada la subcultura urbana más representativa fueron los “mods”, que si
bien no eran rockeros en esencia -puesto que consumían básicamente Soul
americano y vestían trajes italianos hechos a medida- no fueron pocos los grupos
de Rock británicos que intentaron atraerlos como público. Entre esos grupos
estaban, además de los Faces, The Who, The Animals, The Kinks, The Zombies, y
The Yardbirds, entre muchos otros. Luego, con el advenimiento del Rock
Psicodélico, todas estas agrupaciones abrazaron un nuevo sonido mucho más
experimental, y entonces los mods pasaron a ser reemplazados por los hippies. Ese
novedoso sonido fue plasmado con cierta facilidad por todas estas bandas
inglesas, y el cambio se debió en gran medida al uso masivo de sustancias
psicotrópicas entre los jóvenes; como bien lo referencia la letra de la
presente canción: “Cruzando el Puente de los
Suspiros para decansar mis ojos en la verde penumbra debajo de torres
soñadoras, llegué a Itchycoo Park; allí es donde estuve”.
La voz cantante le relata a sus amigos un reciente paseo
por el parque, lo cual da lugar para que se dé una estructura de diálogo; algo
no muy común en las letras de Rock: “¿Y qué hiciste
allí?” le preguntan sus amigos, y él contesta: “Pues
estuve drogado”. “¿Y qué sentiste?” siguen interrogándolo, a lo que él
responde: “Bueno, pues lloré”. “¿Y por qué esas
lágrimas?” se sorprenden sus interlocutores, y la respuesta no se hace
esperar: “Les diré el porqué. ¡Es todo demasiado
hermoso!”. Si bien obviamente este tema fue censurado por la BBC por sus
clarísimas alusiones al uso de drogas, la canción no hace más que describir lo
que por aquellos días hacían prácticamente todos los artistas talentosos del
mundo occidental: ampliar los límites de la mente por medio del uso de sustancias.
Y fue especialmente la dietilamida de ácido lisérgico (más conocida como LSD) la
que se adueñó de la escena gracias a su enorme poder alucinógeno, funcionando
como guía hacia nuevos horizontes para las almas con sensibilidad artística: “Me siento inclinado a dejar que mi mente vuele, y colgar
mientras alimento a los patos con migas de pan. Veo que todos salen a ponerse
en ritmo, a ser amables y a divertirse bajo el sol”.
“Les diré lo que haré”, es inminente una invitación a compartir
la experiencia reveladora. “¿Qué harás?” le
preguntan sus amigos, y con naturalidad surge la respuesta: “Me gustaría ir allí, pero esta vez con ustedes. Podrían
faltar a la escuela”. Es casi imposible negarse al convite: “¿No sería eso genial?”, le dicen sus compinches,
y el ideólogo de la travesura les reafirma: “¿Para
qué ir a aprender palabras escritas por tontos?”. Si algún lector llegara
a preguntarse por qué hablo de este tipo de experiencias como si las conociera,
bueno; pues… Es porque las conozco, obviamente. Y me parece una excelente oportunidad para relatar cuál fue mi primera aproximación al LSD. Yo contaba con
casi treinta y cinco años de edad y después de dos décadas acababa de decepcionarme
de mi fe. Abandoné mi comunión con el mundillo de las iglesias evangélicas –algo
que le recomendaría hacer a todo el mundo- cuando tuve mi primer viaje
lisérgico, -algo que también le recomendaría hacer a todo el mundo-. La intención de que mi experiencia fuera absolutamente personal me llevó a hacerlo
en un parque, y luego de la ingesta de ácido me quedé esperando que ocurriese
algo… Y nada ocurría. Me di por vencido y pensé en ir a ver a Mariano, un
gran amigo mío que vivía a unas diez cuadras del parque; pero como era una calurosa
tarde de verano primero decidí tomar un helado. Me pedí un cucurucho con mis dos gustos preferidos,
menta granizada y frutilla a la crema, (sí, me gusta la menta granizada, ¿y
qué?); y cuando me entregaron el helado comenzó la aventura. El helado
brillaba. Literalmente parecía radiactivo. Su sabor no delataba nada raro, pero
mientras iba caminando hacia la casa de mi amigo noté que los colores de todo cuanto
veía brillaban. Todo parecía como si estuviese recién pintado. Recuerdo que
exclamé para mis adentros: “¡La vida está llena de colores, y yo nunca me
detengo a mirarlos!”. Entré a un kiosco a comprar caramelos, y los papeles
metalizados de las golosinas me parecieron un hermoso show de fuegos
artificiales. Me detuve frente a cada afiche que vi en la calle sólo para
tocarlo, porque sus colores me resultaban tan vívidos que me parecía que su tinta aún estaba fresca. Finalmente llegué a casa de Mariano, le comenté sobre
mi estado, y como buen amigo que es me hizo pasar para asegurarse de que no hiciera ninguna locura en la vía pública. Me
la pasé un buen rato mirando las paredes de su departamento, porque estaban repletas
de pósters de películas y repisas llenas de muñequitos. Era una casa ideal para
estar drogado, le recomiendo a todo el mundo que le hagan una visita. Finalmente
le pedí que pusiera la película “Yellow Submarine” de The Beatles. Le dije que los
colores de su televisión estaban muy fuertes y que por favor los regulara.
Cuando los vi a un nivel normal, me dijo que estábamos viendo la película casi
en blanco y negro. Más allá de todo, nunca me abandonó la sensación de alegría
por estar experimentando mi realidad a través de nuevos ojos. Fue una hermosa
experiencia, como lo fue seguramente para los Small Faces al visitar nuevamente
el parque: “¿Y qué haremos allí?”. Es obvio
lo que van a hacer: “Pues nos drogaremos”, y
allí surge una última pregunta cómplice: “¿Qué
tocaremos allí?”. “Tocaremos el cielo”,
responde Marriott. Igual que ese día lo
toqué yo. ¡Feliz Deprimartes!
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