martes, 21 de mayo de 2019

Capítulo 220: “Itchycoo Park”. Small Faces. (1967)




Deprimartes parquizado:

Small Faces fue una legendaria banda inglesa de mediados de la década del ’60 liderada por Steve Marriott. En los primeros años de esa década dorada la subcultura urbana más representativa fueron los “mods”, que si bien no eran rockeros en esencia -puesto que consumían básicamente Soul americano y vestían trajes italianos hechos a medida- no fueron pocos los grupos de Rock británicos que intentaron atraerlos como público. Entre esos grupos estaban, además de los Faces, The Who, The Animals, The Kinks, The Zombies, y The Yardbirds, entre muchos otros. Luego, con el advenimiento del Rock Psicodélico, todas estas agrupaciones abrazaron un nuevo sonido mucho más experimental, y entonces los mods pasaron a ser reemplazados por los hippies. Ese novedoso sonido fue plasmado con cierta facilidad por todas estas bandas inglesas, y el cambio se debió en gran medida al uso masivo de sustancias psicotrópicas entre los jóvenes; como bien lo referencia la letra de la presente canción: “Cruzando el Puente de los Suspiros para decansar mis ojos en la verde penumbra debajo de torres soñadoras, llegué a Itchycoo Park; allí es donde estuve”.

La voz cantante le relata a sus amigos un reciente paseo por el parque, lo cual da lugar para que se dé una estructura de diálogo; algo no muy común en las letras de Rock: “¿Y qué hiciste allí?” le preguntan sus amigos, y él contesta: “Pues estuve drogado”. “¿Y qué sentiste?” siguen interrogándolo, a lo que él responde: “Bueno, pues lloré”. “¿Y por qué esas lágrimas?” se sorprenden sus interlocutores, y la respuesta no se hace esperar: “Les diré el porqué. ¡Es todo demasiado hermoso!”. Si bien obviamente este tema fue censurado por la BBC por sus clarísimas alusiones al uso de drogas, la canción no hace más que describir lo que por aquellos días hacían prácticamente todos los artistas talentosos del mundo occidental: ampliar los límites de la mente por medio del uso de sustancias. Y fue especialmente la dietilamida de ácido lisérgico (más conocida como LSD) la que se adueñó de la escena gracias a su enorme poder alucinógeno, funcionando como guía hacia nuevos horizontes para las almas con sensibilidad artística: “Me siento inclinado a dejar que mi mente vuele, y colgar mientras alimento a los patos con migas de pan. Veo que todos salen a ponerse en ritmo, a ser amables y a divertirse bajo el sol”.

“Les diré lo que haré”, es inminente una invitación a compartir la experiencia reveladora. “¿Qué harás?” le preguntan sus amigos, y con naturalidad surge la respuesta: “Me gustaría ir allí, pero esta vez con ustedes. Podrían faltar a la escuela”. Es casi imposible negarse al convite: “¿No sería eso genial?”, le dicen sus compinches, y el ideólogo de la travesura les reafirma: “¿Para qué ir a aprender palabras escritas por tontos?”. Si algún lector llegara a preguntarse por qué hablo de este tipo de experiencias como si las conociera, bueno; pues… Es porque las conozco, obviamente. Y me parece una excelente oportunidad para relatar cuál fue mi primera aproximación al LSD. Yo contaba con casi treinta y cinco años de edad y después de dos décadas acababa de decepcionarme de mi fe. Abandoné mi comunión con el mundillo de las iglesias evangélicas –algo que le recomendaría hacer a todo el mundo- cuando tuve mi primer viaje lisérgico, -algo que también le recomendaría hacer a todo el mundo-. La intención de que mi experiencia fuera absolutamente personal me llevó a hacerlo en un parque, y luego de la ingesta de ácido me quedé esperando que ocurriese algo… Y nada ocurría. Me di por vencido y pensé en ir a ver a Mariano, un gran amigo mío que vivía a unas diez cuadras del parque; pero como era una calurosa tarde de verano primero decidí tomar un helado. Me pedí un cucurucho con mis dos gustos preferidos, menta granizada y frutilla a la crema, (sí, me gusta la menta granizada, ¿y qué?); y cuando me entregaron el helado comenzó la aventura. El helado brillaba. Literalmente parecía radiactivo. Su sabor no delataba nada raro, pero mientras iba caminando hacia la casa de mi amigo noté que los colores de todo cuanto veía brillaban. Todo parecía como si estuviese recién pintado. Recuerdo que exclamé para mis adentros: “¡La vida está llena de colores, y yo nunca me detengo a mirarlos!”. Entré a un kiosco a comprar caramelos, y los papeles metalizados de las golosinas me parecieron un hermoso show de fuegos artificiales. Me detuve frente a cada afiche que vi en la calle sólo para tocarlo, porque sus colores me resultaban tan vívidos que me parecía que su tinta aún estaba fresca. Finalmente llegué a casa de Mariano, le comenté sobre mi estado, y como buen amigo que es me hizo pasar para asegurarse de que no hiciera ninguna locura en la vía pública. Me la pasé un buen rato mirando las paredes de su departamento, porque estaban repletas de pósters de películas y repisas llenas de muñequitos. Era una casa ideal para estar drogado, le recomiendo a todo el mundo que le hagan una visita. Finalmente le pedí que pusiera la película “Yellow Submarine” de The Beatles. Le dije que los colores de su televisión estaban muy fuertes y que por favor los regulara. Cuando los vi a un nivel normal, me dijo que estábamos viendo la película casi en blanco y negro. Más allá de todo, nunca me abandonó la sensación de alegría por estar experimentando mi realidad a través de nuevos ojos. Fue una hermosa experiencia, como lo fue seguramente para los Small Faces al visitar nuevamente el parque: “¿Y qué haremos allí?”. Es obvio lo que van a hacer: “Pues nos drogaremos”, y allí surge una última pregunta cómplice: “¿Qué tocaremos allí?”. “Tocaremos el cielo”, responde Marriott. Igual que ese día lo toqué yo. ¡Feliz Deprimartes!

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