Deprimartes hundido:
“Somos un pedazo de pan en la olla de estofado,
y la miel en el té. Somos cubos de azúcar, uno o dos terrones en el café negro.
La corteza de un pastel de manzana que brilla bajo el sol en la tarde, somos
una rueda de queso que vuela alta en el cielo. Pero vamos a hundirnos muy
pronto”. Cuando el
Jazz se digna bajarse de ese altar en que cree que está y se acerca a otras
expresiones musicales no tan pretensiosas como el Pop, pueden aparecer artistas
como la cantante y pianista Norah Jones. Su interesantísima voz tiene ese
pequeño color distintivo al oído que la hace tan reconocible, y esto
probablemente tenga una raíz en la mixtura de sus genes. Hija de madre
estadounidense, su padre no la conoció sino hasta casi treinta años después. Y
no es un dato menor, ya que se trataba nada más ni nada menos que de Ravi
Shankar, el gran maestro oriental que le presentó la música india a The
Beatles. Tal vez el mejor instrumentista de su época, destacó tocando el sitar;
destino que comparte con su otra famosa hija Anoushka, la media hermana de
Norah. Tantos años alejada de su familia hindú, seguramente ensombrecieron el carácter
de esta niña como para que nos cante temas que dicen cosas como ésta: “En un bote construido con palos y heno, vamos flotando a
la deriva con un capitán que es demasiado orgulloso como para aceptar que ya ha
tirado los remos por la borda. Y ahora un muy pequeño agujero se ha
transformado en una grieta en este pontón barato, así que el casco ya ha empezado
a debilitarse; y vamos a hundirnos muy pronto”. Todo el videoclip de
esta canción está filmado en un altillo, y como cualquier oscuro cuarto lleno
de tesoros olvidados, éste está lleno de historias. Hasta los ratones que lo
habitan parecieran tener cierto talento por vivir entre cosas tan interesantes.
Los altillos se nos aparecen en la memoria como esos lugares mágicos de acceso
restringido, que son y no son parte integral de un hogar; ya que allí va a
parar todo lo que la familia no necesitará en el corto plazo. Viejos
electrodomésticos que arreglaremos algún día que nunca llega, instrumentos
musicales desvencijados pertenecientes a un par de sueños que tuvimos y que ya
han muerto hace mucho. Prendas de vestir y juguetes que han sido usados décadas
atrás por personas que nuestra memoria nos asegura sin posibilidad de error que
somos nosotros mismos. Tipos de calzado, pelotas y artefactos que darían
testimonio ante cualquier juez de que en algún momento de nuestras vidas
jugamos a algún deporte, y seguramente de forma vergonzosa.
Los altillos suelen ser un cementerio de momentos, un potencial
sitio arqueológico, y el lugar ideal para que se vayan a vivir los fantasmas de
nuestros seres queridos. Visitar uno nos exige el mismo temple que
necesitaríamos para adentrarnos machete en mano en cualquier ruina ancestral. La
pobre iluminación, las capas de polvo y los jirones de telarañas nos avisan que
todo lo que está allí tal vez desea permanecer ignorado. Y es que allí habita
nuestro pasado. Cualquier cosa que toquemos cobrará vida por un nuevo y breve instante.
Al abrir cualquier baúl nos inundará el olor a papel viejo que dispara los
recuerdos como si fuera un ejército de luciérnagas revoloteando a nuestro
alrededor. Cartas de un tono ocre donde se juraron y perjuraron amores eternos
que no siempre lo fueron tanto. Fotografías que nos hablan con palabras que no
comprendemos. Alguna baratija ya sin brillo que vale más para nuestro corazón
cuanto más anciano se va poniendo. Y todos esos recuerdos nos dicen lo mismo:
disfruta del día, porque en poco tiempo todo se va a terminar: “Todo el mundo contenga la respiración, porque nos vamos
a hundir muy pronto. Hasta el fondo nos iremos”. Todo nuestro pasado, y
el de nuestros afectos, está en ese cuarto, gritándonos que ni siquiera se nos
ocurra olvidarlo. E invitándonos a volver más seguido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario